La Montgomery Fruit Company, empresa norteamericana productora y exportadora de plátano, se estableció en lxtapa a principios de los años veintes, arrastrando tras de sí centenares de personas venidas de rumbos diversos en busca de trabajo. En la ardua tarea del desmonte se engancharon hacheros y macheteros de Mascota, Talpa, Autlán, Purificación, San Sebastián del Oeste, y otras poblaciones de estados aledaños.

La pequeña estancia ganadera que era lxtapita se vió de pronto aumentada en su población; pues a los ya citados habría que agregar la presencia del personal de confianza de la empresa.

Además del calor sofocante, los mosquitos, las serpientes, el paludismo y otros males que la costa impuso desde un principio, la compañía tuvo que cocinar su suerte con ingredientes humanos de lo más variado. A aquella congregación de paisanos, de costumbres y hábitos diferentes, se sumó la confluencia de ingenieros alemanes técnicos italianos, cocineros chinos y administrativos norteamericanos.

Pasado un tiempo, la empresa funcionaba en armonía y, en centro del poblado, se instalaba una colonia para los empleados de confianza acotada con tela ciclónica. Con casas de madera armables, traídas desde Estados Unidos, planta de luz, teléfono agua entubada, drenaje, jardines, huertos de frutas exóticas y una cancha de tenis hoteles, hospital y taller mecánico Era este núcleo de población un elemento ajeno al paisaje, una estocada del progreso al corazón de la jungla vallartense. Virgen hasta entonces.

Frente a esta colonia se levantaba el caserío de los trabajadores: chozas construidas con troncos y hojas de palmera.

Un trenecito briago de contento serpenteaba su vía férrea azuzado por los rumores de una selva millonaria en pájaros y chicharras. En sus lomos, cargaba el plátano desde los confines de las plantaciones hasta la Boca de Tomates, donde se embarcaba hacia el extranjero.

Entre la multitud de trabajadores que llegaron encandilados por la “bonanza” de lxtapita se encontraban Chencho y Chano, hijos desbalagados de una comunidad indígena de la Sierra del Nayar.

Los aborigenes cayeron en gracia al administrador, Mister Silowey, quien recomendó al mayordomo les acomodara en liviana actividad. Así pues, ambos fueron a desempeñarse como guardavías, cada cual por separado, en el tramo recto comprendido entre la Boca de Tomates y el poblado de lxtapa.

Cuando las circunstancias lo exigían y el trenecito tenía que transitar hasta entrada la noche o muy oscura la mañana, los inditos portaban sendas lámparas con las que se auxiliaban en su función de avisar si la vía sufría desperfecto presencia de algún anima un muerto de o algún tronco o adrede dejado traviesa. Entonces, con dormido por gente lumínicas señales anunciaban el peligro al maquinista.

Una madrugada lluviosa y loca de relámpagos quiso la suerte que un rayo alcanzara a Chano, carbonizándolo al instante.

Cuando al amanecer lo encontraron y notificaron a Silowey, éste, al contemplar el estado miserable del cuerpo, dispuso que se inhumara lo más pronto posible. Esa misma tarde, en un rústico ataúd de huanacaxtle, el cuerpo chamuscado del indito fue a dar a cementerio de “Santo Domingo”.

Pasados los días. Una visión extraña empezó a inquietar a los mozos de la Montgomery: el indito Chano, amparado por las sombras de la noche, se aparecía a los transeúntes en los alrededores del sitio desgraciado.

Presos del espanto y los escalofríos algunos trabajadores cayeron en cama. Otros, se negaban a permanecer hasta muy tarde en los platanares, pues temían, a su regreso, la aparición del quemado de rayo.

Demacrado y sudoroso, cierta mañana el maquinista se presentó a la oficina del jefe, dispuesto a renunciar pues acababa de ver, según dijo, al Chano y su lamparita. Mister Silowey entonces, al ver que la situación se ponía grave buscando una solución, mandó traer a Chencho.

Hasta ese momento el espectro no se había manifestado a su hermano de sangre y raza; pero a juzgar por los testimonios que a míster le juraron los que habían tenido esa desgracia, el aparecido intentaba comunicarse en el dialecto propio.

Silowey pidió al huichol que asistiera de noche a tratar de escuchar a su difunto hermano, pero el indito, asustado, se negaba comparecer. Luego de tantos ruegos y la promesa de una compensación en pesos, el Chencho aceptó, siempre y cuando lo acompañasen dos amigos hasta cien pasos antes del lugar de la desgracia. Así se hizo.

Dos horas después lo encontraron desmayado y con los pelos electrizados. Cuando ante el míster lo llevaron declaró que su hermano le había pedido que fuera a la comunidad indígena por la viuda, pues deseaba hacerle unos encargos. El míster, urgido por terminar con aquella situación que corroía el ánimo de sus trabajadores, dio todas las facilidades para que Chencho y dos personas más fueran por la viuda

Cuando la señora, una semana después, llegó a lxtapa, fue llevada por la noche al sitio fatal. Otro día, muy de mañana, como se había convenido, Míster Silowey visitó la choza donde la viuda y el cuñado lo esperaban. La señora, mediante triangulación de intérpretes, dio a entender al administrador que su esposo le había hecho algunos encargos familiares. Así mismo, la doliente mujer que era vieja curandera de su aldea, explicó, como pudo, que cuando una persona muere de “mala muerte”, como ésta por rayo, el espíritu se desprende con violencia y descontrolado y ciego revolotea asustado por dos o tres días, y que pasado ese lapso, regresa apaciguado al cuerpo para acompañarlo por vez última hasta el río que separa el mundo de los vivos del mundo de los muertos.

“Por eso, cuando entre nosotros esto sucede, velamos en el lugar mismo de la desgracia el cuerpo por tres días, para que el espíritu encuentre su aposento y tranquilidad y ya no se manifieste”.

Entonces – dijo el míster- ¿vamos a vernos en la necesidad de exhumar el cadáver para que tu marido ya no nos asuste?

No contestó la viuda- anoche mismo Chencho y yo hemos guiado su espíritu hasta el lugar donde descansa el cuerpo.

Pasaron los años y nunca más apareció el fantasma, pero sí la lámpara encendida sobre el callejón de lxtapa.

La compañía Montgomery se retiró a mediados de los años treintas. En los años cincuentas la luz eléctrica diluyó sin remedio y para siempre las noches espesas de Ixtapa.

Mucho tiempo después, todavía, uno que otro trasnochado sufría la escalofriante visión de la lucecita del quemado del rayo.

Los Ixtapenses se referían a ella como “el foquito de la vía”.

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