Todo por rascarle lo guevos al tigre…

Mi abuelo, Valentín Gómez Rubio, nació a finales del Siglo XIX en La Bautista, allá por el rumbo de Talpa o nació en San Antonio Cuale o nació en El Jorullo, no lo sé con exactitud. A principios de 1900, con la baja en el precio de la plata, la minería dio traspiés y mi abuelo, como mucha gente, se vino a la costa “en busca de la vida”. Era entonces un joven de escasos dieciséis o diecisiete años, con más curiosidad en el alma por conocer el mundo que pesos amarrados en el paliacate: sin más fortuna que la ropa puesta y una daga de buen acero, de esas que forjaban los Pinzón en Cuale. Era una daga chica, propia de un joven de esos tiempos, una herramienta para pelar cañas y naranjas, cortar alguna vara o alguna correa o desollar alguna presa pequeña; a esa edad, Valente Gómez no tenía cuentas pendientes con nadie ni broncas por ajustar.

Y se echó a “andar el mundo a pie” por el camino de arriería que llevaba al Puerto de Las Peñas. Paso a paso fue dejando poco a poco las robladas y los bosques de encino de la Sierra de Cuale. Río abajo, la selva fue multiplicando un amasijo de árboles y cuamecates: papelillos, cedro, amapas, primavera, papayillo, mataisas, capomales, habilla, palo fierro, palo de trompeta y palo de chilte; sauces, higueras, zalates y tizates le daban su verdor eterno a la orilla del río.

Sin burros que arrear, ni puercos que pastorear, Valentín Gómez evitaba las curvas naturales del camino y tomaba atajos. Apuntaba la vista y agarraba monte en línea recta entre “relices” y hondonadas para alcanzar la vereda de herradura más adelante. En ese evitar el sig-sag del camino, en ese “agarrar melgas y surcos atravesados”, en ese “para mí todas son lomas y parejo hasta el llegar”, en un sombrío de capomos se topó con el tigre: ahí estaba el felino, encaramado en la horqueta de un árbol bajo, reposando su correría nocturna mientras de tiempo en tiempo meneaba la cola corriéndose los tábanos, dejando ver sus peludos testículos al aire.

Jaguar at Crucero San Blas | Gulick, Howard E. | 1966 | UC San Diego, Special Collections and Archives Collection – Howard E. Gulick Photographs.

Puntada de muchacho o acción de hombría, a Valentín Gómez se le vino a la cabeza una acción temeraria: haciendo el menor ruido posible buscó un varejón de cuatro o cinco metros, desenfundó la daga cualeña que conservaba un filo capaz de cortar un pelo en el aíre y la ató con “palma real” a un extremo de la caña. Se acercó cauteloso al pie del árbol buscando al animal y, no entiendo si fue porque la rama donde estaba alagartado le protegía el vientre y la quijada de una herida mortal pero mi abuelo dejó ir con firmeza la estocada sobre aquellos testículos bermejos que se ventilaban al aire.

El puñete sorprendió al tigre que pegó un respingo hacia atrás sin entender qué estaba pasando. En la búsqueda del aquel dolor contrajo el cuerpo y convertido en una madeja de pelos se vino abajo, cayendo sobre el abuelo que no lo esperaba. Más sorprendido aun por la presencia del humano, el animal se dio a la fuga y se perdió en el monte cerrado. Con el peso del animal, Valente Gómez cayó de nalgas al suelo y perdió el sentido por rato. Cuando despertó, se dio cuenta que el hombro izquierdo se le había dislocado y tenía las piernas entumecidas. Calambres entrecortados le recorrían la espalda para estacionarse en el último huesito del espinazo. Cuando se pudo parar, se hizo un bastón con la misma pica de la hazaña y llegó casi de rastras a Las Peñas donde un sobador le acomodó el hombro.

En Las Peñas, Valente Gómez Rubio aprendió con los Munguía el oficio noble de la panadería. En Ixtapa, fue el panadero oficial de la compañía platanera Montgomery. Falleció en 1958 y hasta su muerte se quejó de dolores eternos en “la rabadilla”; todo por “rascarle los güevos al tigre”.

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